Para que los niños tengan un buen desarrollo emocional, necesitan sentirse queridos y cuidados por sus padres; sin embargo, un exceso de protección puede traer más problemas que ventajas.
Los estudios de la historia de la infancia destacan que hasta bien entrado el siglo XVII una de las principales causas de mortandad infantil era el infanticidio. Sin embargo, desde hace unas pocas décadas el niño ha pasado de tener un escaso valor a ser Su Majestad el Bebé, convirtiéndose -de este modo- en el centro de atención del núcleo familiar y generando, a nivel social, todo un mundo de consumo del que resulta difícil de escapar. Por tanto, hablar de padres sobreprotectores sólo tiene sentido en nuestras modernas sociedades industrializadas.
Es lógico que todos los padres quieran lo mejor para sus hijos: los mejores alimentos, los cuidados médicos más avanzados, la ropa más bonita y los juguetes más estimulantes, pero bajo esta premisa algunos de ellos envuelven a sus niños entre algodones sin darse cuenta de hasta qué punto pueden perjudicar con ello el desarrollo de su personalidad.
Este tipo de padres, viven tan pendientes de sus vástagos que ponen un celo desmesurado en sus cuidados y atenciones, ven peligros donde no los hay y les ahorran todo tipo de problemas, pero a su vez les privan de un correcto aprendizaje ya que no les dejan enfrentarse a las dificultades propias de su edad de donde podrían extraer recursos y estrategias que les servirían para su futuro.
Muchos son los indicadores que pueden servirnos de ayuda a la hora de pensar si no les protegemos en exceso, algunos de los más evidentes son:
Observar si cuando cometen algún error o tienen algún tropiezo tendemos a disculparles y proyectamos su responsabilidad en compañeros y maestros, o bien si hablamos con ellos de sus conductas y sus resultados.
Analizar si tendemos a evitarles situaciones que pensamos pueden resultarles conflictivas o difíciles de resolver o, si por el contrario, procuramos prepararles para ellas.
Ver si nos anticipamos a sus demandas procurándoles a menudo lo que aún no han pedido, como juguetes, golosinas, distracciones, etc.
Pensar si estamos fomentando en ellos conductas más infantiles de las que corresponden a su edad porque quizá nos resulta difícil aceptar que están creciendo.
Una relación padres-hijos basada en la sobreprotección tiene más efectos negativos que positivos ya que a los niños les costará mucho llegar a alcanzar su madurez.
Además, impedir que un niño aprenda por sí mismo y responda espontáneamente a las situaciones que surjan a lo largo de su proceso evolutivo puede provocar:
La disminución en su seguridad personal.
Serias dificultades a la hora de tolerar las frustraciones y los desengaños.
Un mayor apego hacia sus padres que más adelante puede generalizarse en cualquier tipo de conducta dependiente.
Niños insaciables que no saben valorar nada de lo que tienen y que más que desear las cosas las piden de una forma compulsiva y sin sentido.
Un retraimiento o inhibición en su conducta que dificultará sus relaciones sociales: no les gusta ir de campamentos, les cuesta jugar o conversar con otros niños de su edad, no pueden afrontar situaciones nuevas.
Por tanto, si no queremos convertir a nuestros hijos en criaturas inseguras, inhibidas y dependientes, hemos de prestar atención a su desarrollo evolutivo para saber qué podemos exigirles que hagan por sí solos.
En cualquier caso, hay que ser conscientes de que van creciendo y deben ir separándose – como nosotros de ellos – para conseguir una identidad propia.
En muchas ocasiones, conviene aplicar el refrán y dejarles tropezar dos veces en la misma piedra. De los errores siempre es posible aprender.
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